La belleza que no se mira ni se deja mirar gratuitamente

Luisa Castro

La pequeña Ofelia, 1875

William-Adolphe Bouguereau
La pequeña Ofelia, 1875
Colección particular

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​¿Y si el pintor denostado por Gauguin, Cezanne o Van Gogh, no se equivocaba? La pintura misma puede tener vocación de inmortalidad, al margen de la carnal y perecedera luz de su objeto. La niña que fue pastora, pero que ahora, bajo el foco de los pinceles, luce como una pequeña diosa coronada, con los ojos más castos del mundo, es de hecho una metamorfosis de la carne ante nuestra mirada del siglo xxi, una ilusión óptica creada por un pintor del xix y sin embargo más real que cualquiera de las pinturas realistas del hoy.

El pintor academicista que pintaba para la burguesía –¿pero quién no?–, el mismo Bouguereau que hacía asientos contables en una vinatería de Burdeos, quiso inmortalizar a esta niña que quizás no existió, o existió solo en su imaginación como la Archiniña, y lo logró gracias a una decidida acción de borrado de lo real. La pureza y la limpieza de la niña pobre, como un fruto en su plenitud, nos llena los ojos y nos invade el alma también a nosotros, pequeños monstruos del siglo xxi, y nos colma de admiración en tanto que preciado fruto inexistente. ¿O existió alguna vez esa belleza entre cestos y terrones? ¿Existió esa sonrosada tez fuera de los coros celestiales? Está nuestra mirada tan intoxicada de fealdad y de belleza manufacturada por los pinceles de Instagram, que este refinamiento creado de la misma tierra nos conmueve y nos habla de un manantial de hermosura pura, anterior a todas las academias, y de origen quizás sagrado, o al menos religioso.

La pequeña Ofelia es la campesina santa, la pobreza inmaculada y rebosante de beatitud, el ángel de las mañanas y los atardeceres en el campo, o quizás una mendiga endomingada que se pasea entre fábulas y se interna sigilosamente, con los pies limpios y descalzos, en los aposentos de los príncipes hasta llegar a sus mismos lechos, como una hija ilegítima. Allí depositará su beso, el de la inocencia. Y solo después, descargándonos de toda nuestra mala conciencia, la pequeña Ofelia se dejará observar, quizás con arrobo. Y contrarrestando tanta limpieza adjudicada inmerecidamente, la joven nos devolverá una mirada oblicua, que no da lugar a melancolía alguna, que más bien recuerda la fuente de donde mana: La belleza que no se mira ni se deja mirar gratuitamente. La belleza que huye por una esquina del cuadro, avergonzada.

Luisa Castro es escritora y directora del Instituto Cervantes de Burdeos.