¿Puede ser solo agua?

Manuel Rodríguez Rivero

San Sebastián, 1917-1918

Joaquín Sorolla
San Sebastián, 1917-1918
Fundación Museo Sorolla, Madrid

La pintura que me interpela no es un Sorolla menor, a pesar de su tamaño, de la exigüidad de su soporte, de su manera abocetada y espontánea, de su aparente atipicidad dentro de una trayectoria profesional y vital que, a esas alturas, se acercaba a su fin. En este paisaje tan distinto en luz y factura a los deslumbramientos mediterráneos del Sorolla más conocido, se resumen todos los motivos de su pintura: desde las marinas al natural que aprendió de su amigo Ignacio Pinazo (cuando el mar era solo escenario, espacio de trabajo o prescripción higienista), hasta las escenas de ocio y esparcimiento que le hicieron célebre y cotizado; especialmente por los happy few a quienes el artista quería halagar, y que en esos años tenían lista de espera para que el artista los retratara o para adquirir uno de sus paisajes playeros con mujeres de trajes ligeros o batas sutiles, pero tan elegantes en su sencillez mediterránea y luminosa como las sofisticadas damas de John Singer Sargent.

En esta peculiar vista de San Sebastián, el espectáculo cotidiano de la playa se nos revela desprovisto de esa refulgente luz mediterránea que fascinaba por igual a Juan Ramón Jiménez y a Giuseppe Ungaretti, dos de los grandes poetas meridionales del siglo xx. «El mar es mejor que todo» escribió el pintor a su mujer, intentando explicar tanto su entusiasmo como su empeño en descifrar, reflejándola en sus lienzos, esa eternidad en movimiento, y quizás preguntándose, como el poeta de Moguer, «este mar que me trae y me lleva […] ¿puede ser solo agua?» (del poema «Mar sin mar»).

Este que tengo ante mis ojos es un paisaje humilde e híbrido, como el cartón que lo plasma. El artista se centra de nuevo en el mar, aquí una mancha de luz blanquecina que parece reflejar, sobre las sugeridas figuras de la playa, un cielo bajo al que entristecen aún más los tres o cuatro tonos de gris de la montaña. Total: bajo un cielo ominoso que parece extraído de un lienzo de Munch, cuatro franjas horizontales de tono y paleta morandiana que nunca llegan a unirse. Una mirada atenta permite vislumbrar, del otro costado, por seguir citando a JRJ, un ámbito portuario, vagamente señalado por los indefinidos volúmenes fucsia-verdosos de almacenes industriales, arboladuras, aparejos marineros y quizás, en negro, lo que podría parecer un buque mercante o diversa parafernalia portuaria y almacenera. En cuanto a los sujetos en la playa, nada reseñable salvo el extraño jinete oscuro de la izquierda y un par de fantasmales y feéricas figuras blanquecinas que vienen hacia el espectador y que recuerdan la antigua querencia simbolista del maestro valenciano.

Manuel Rodríguez Rivero es escritor y periodista.