Leer en la piedra como en las líneas de una mano
Valerie Miles
Bleda y Rosa
Ulaca. Solosancho, 1999. Serie Ciudades, 1997-2000
© Bleda y Rosa, VEGAP, Barcelona, 2022
Hace falta un ojo casi tan viejo como el tiempo para no ver la muerte en una piedra, sino un ónfalo, emblema vivo, en transformación veteada. Aquí yace la guerrera petrificada, picaza centinela en un antiguo montículo de tierra, ceniza y hueso. Aquí la página en blanco se escribe eternamente con líquenes y musgo y se borra eternamente con la lluvia, el viento, el sol y la luna.
Antigua ciudad de Ulaca, corazón de la tierra, de historias ocultas que solo pueden leerse en la piedra como en las líneas de una mano. Aquí es áspera, ¿la sientes? Aquí es lisa, ¿la ves? Y aquí está hendida y tibia al tacto. Ella mira, ella ve y observa, el valle cambiante, los colores y las formas cambiantes del paisaje, las rocas y los árboles cambiantes, el velo cambiante del cielo bayo que juega con el sol; su ojo, que persigue a la luna, su ojo, la luna que baja de noche goteando como la sangre.
Ella, la de los mil nombres, Ataecina, ella, con el viento concebida, Ataecina, petrificada su resistencia en lo alto del valle; los antiguos dioses ctónicos se revuelven y gimen en las profundidades, tirando de su ombligo como un imán hacia la tierra. Y ella se hunde, sólo un poco, en la antigua ciudad del cielo, sutil ciudad de ojos y secretos que crepitan y gimen con el viento de escoplo. Castro perdido de nombres y memoria pintados de colores variables, líquenes dorados y musgo verde, sobre la tela del cielo.
No ocurrió todo a la vez. Todo lo fluido y lábil vuelve a ser materia sin forma; aquí cristales y huesos, granito y conchas. No, dijo, con voz ya de guijarros, y pasos que estremecen ya la tierra. Me batí primero contra los de Cartago, cabalgué mi yegua muchas lunas por las navas y vi a las tribus pisoteadas por elefantes. Pero lo volví mi amante y a Ataecina un hijo le di. Los romanos se lo llevaron, pero a mí no me llevarán. Ella, la de pies raudos me llaman, hija del viento, dicen, hija de la yegua como el rayo. Abandona el castro, vieja, es tiempo de bajar. Y ascendió hasta el borde. Baja de allí, dijeron, y vivirás. Y se detuvo en el mismo canto, extendió los brazos e inclinó el rostro ante el valle interminable.
En días sin fin sintió rodar la piedra pulida en la copa pétrea mientras doblaba las caderas e hincaba las rodillas ante al aire. Abrió los brazos, pesados como mazas, los movió hacia allá y hacia acá. El espectro de una emoción brotó hecho dendritas, venas por la piel. No bajaremos, Ataecina, aguardaremos entre nuestras cenizas y sangre, y dormiremos en vida. Y hundió sus pesados brazos en la tierra, mirando desde lo alto. Allá abajo en la ciudad las imágenes significan otras cosas. Nuestras piedras son lo que son.
Un lugar donde erguirse y no ir más allá, un borde, un canto. Erguidas estamos contra el tiempo, resistimos en la ciudad de las piedras crepitantes, y los secretos resisten en nuestra lengua terrera. Ciudad de piedras que cantan y viento que chirría. Cambiamos y nos transformamos en la quietud, eterna, aullando la belleza veteada sobre la tela del cielo envuelta en niebla.
Hace falta un oído casi tan viejo como el tiempo para no oír el caos en el sonido del viento, y el silencio que no está bajo el cielo bayo y revuelto. Mira como los brotes de hierba seca la cepillan, susurrando lo que se avecina. El cielo tirita con un repentino trompetazo de carnyces. La tierra se estremece bajo los cascos invisibles de caballos y pisadas de elefantes. Entre el retumbo, en la distancia, aparece una repentina hilera de espadas brillantes. Se acercan poco a poco. Una cortina cae en el extremo de la nava. Y entonces refresca.