El detalle que (no se) puede alquilar

Fernando Castro Flórez

Vitrina de sombrerería en Bond Street, 1934

Bill Brandt
Vitrina de sombrerería en Bond Street, 1934
Private collection, Courtesy Bill Brandt Archive and Edwynn Houk Gallery
©
Bill Brandt / Bill Brandt Archive Ltd

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El sombrero hace al hombre o, acaso, revela que hay, aunque lo negaran ciertos vanguardistas, «sueños que el dinero puede comprar». La fantasmagoría aristocrática está, lamentablemente, en alquiler. Incluso en el tempo de la música exclusiva tienen el mal gusto de «ofrecer» tan noble distintivo. Casi peor que el disfraz, una impostura burguesa, el patético proceso del «arribismo». Menos mal que la fotografía de Bill Brandt nos regala, inconscientemente, justicia poética. En esa vitrina (gélido Gestell por recaer en la pedantería para-heideggeriana) se refleja lo inadecuado de este «ejercicio de camuflaje» como si las reglas de la distinción pudieran ser tomadas como naderías.

No es necesario ser barthesiano de estricta observancia para advertir que sobra un sombrero, especialmente si tenemos un mínimo de respeto a las armonías «pitagóricas». Un bombín desbarata la simetría e incluso tiene algo de «entrometido» como si fuera la proyección del plebeyo que también está en este sitio de más. Unos luminosos destellos (con algo de «comillas» inoportunas) emplazan al bombín como si fuera un objeto anómalo, mientras que en un estante superior una chistera ha sido «puntualizada» con extraordinaria precisión en la visera. La jerarquía precisa de estas iluminaciones por profanas que sean. El brillo vertical de las negras chisteras es uno de esos «divinos detalles» que nos recuerda que «siempre ha habido clases».

Con toda certeza un dandy sentiría repugnancia estética frente a este muestrario; el ocioso flaneur, experto en pasajes y escaparates, sabe de sobra que su imperio es tan obsoleto como el de la mercancía. No hay que ser nostálgico para aceptar que la elegancia no puede alquilarse. Basta con tener lo que hace falta: nobleza. Esos sombreros pueden acomodarse a cabezotas in-diferentes, figurantes que a la postre se comportarán como unos descerebrados. A falta de semblantes tengo la sensación de que esta fotografía se re-auratiza, devuelve la mirada para dejar un regusto de extrañeza.

Todo, en este tiempo desquiciado, termina por ser anacrónico. Especialmente en el detalle punctual que, para mi imaginario obsesivo, es el letrero de la compañía HILHOUSE & Co. Es fundamental que ese establecimiento lleve funcionando desde 1799 (basta un año para ser dieciochesco) porque así el burgués de calva a la intemperie puede cubrir sus «miserias» con la Historia. Sin embargo, toda esta mascarada está completamente «desequilibrada»; los sombreros operísticos «se leen» en significativa inclinación o, para no andarme con más rodeos, en franca decadencia. Afortunadamente esa psicastenia que veo reflejada en esta fotografía «opera» solamente como un pasado espectral. Lo malo es que retorna como todo aquello que ha sido reprimido.