Principio básico y característico de todos los contratos que obliga a las partes a actuar entre sí con la máxima honestidad, no interpretando arbitrariamente el sentido recto de los términos recogidos en su acuerdo, ni limitando o exagerando los efectos que naturalmente se derivarían del modo en que los contratantes hayan expresado su voluntad y contraído sus obligaciones.
La buena fe tiene una especialísima importancia en el contrato de seguro.
En cuanto al asegurado, este principio le obliga a describir total y claramente la naturaleza del riesgo que pretende asegurar, a fin de que el asegurador tenga una completa información que le permita decidir sobre su denegación o aceptación y, en este último caso, pueda aplicar la prima correcta, así como procurar evitar la ocurrencia del siniestro o, una vez producido, intentar disminuir sus consecuencias.
En cuanto al asegurador, la buena fe le exige facilitar al asegurado una información exacta de los términos en que se formaliza el contrato, ya que muy difícilmente puede aquel conocer o interpretar correctamente las condiciones de la póliza que se le presenten en el momento de su aceptación y firma y redactar con claridad el clausulado de las pólizas, de forma que el asegurado pueda conocer por sus propios medios el alcance de las condiciones a que se compromete.
Los contratos de reaseguro, al igual que las demás formas de seguro, han de ajustarse asimismo al referido principio, máxime si se tiene en cuenta que los reaseguradores aceptan contratos «ciegos», es decir, sin una información completa de los riesgos asumidos por la compañía reaseguradora. Véase uberrimae bonae fidei.